Había una vez un niño que era muy diferente a todos los demás niños de su pueblo. Tenía el pelo naranja brillante y unos grandes ojos azules que le hacían destacar del resto de los niños. Se sentía solo y se preguntaba si habría alguien como él en este mundo.
Un día, decidió emprender una aventura para encontrar a alguien como él. Viajó por todas partes, pero no pudo encontrar a nadie que se pareciera a él o que compartiera alguno de sus intereses. En todos los lugares a los que iba, la gente le miraba por su aspecto único y eso sólo le hacía sentirse más solo.
Entonces, un día, mientras caminaba por un bosque, se topó con unos simpáticos animales: conejos, zorros, búhos y ratones, ¡todos con colores y dibujos únicos en su pelaje! Acogieron al niño en su grupo con cariño, ya que comprendían fácilmente por qué se sentía tan solo antes; tampoco había nadie más en el bosque que se pareciera a ellos.
Los animales contaron historias sobre cómo cada uno de ellos era especial de diferentes maneras: A un conejo le gustaba jugar al escondite, mientras que a otro le gustaba cantar canciones; a un búho le gustaba leer libros a la luz de la luna, mientras que otro prefería echarse una siesta durante la puesta de sol; un ratón les enseñaba a todos a hacer papiroflexia, mientras que otro mostraba sus increíbles movimientos de baile. El niño pronto se dio cuenta de que, aunque ninguno de ellos se parecía ni tenía los mismos gustos o disgustos, se aceptaban mutuamente por ser singularmente diferentes de todos los que les rodeaban.
Esta experiencia llenó de alegría el corazón del niño, ya que le recordó que, por muy diferentes que seamos de los demás, siempre podemos encontrar nuestro lugar en este mundo celebrando nuestra propia singularidad. Agradeció a sus amigos los animales por haberle enseñado una lección tan valiosa antes de volver a casa sintiéndose mucho más feliz que cuando emprendió su viaje.
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