Érase una vez, en una tierra lejana, tres enanos pequeños y muy laboriosos. Eran los mejores amigos y se pasaban el día extrayendo gemas preciosas en las profundidades de la montaña.
Un día, mientras realizaban su aventura diaria, se encontraron con algo inesperado: una pobre muchacha sentada junto al camino comiendo su último trozo de pan. Al ver el hambre que tenía, los tres enanos decidieron acercarse a ella con cautela.
La joven se presentó como Ana y les explicó que llevaba muchos días viajando sin comida ni refugio. Les contó lo cansada y débil que se sentía por no haber comido ni bebido lo suficiente durante este largo viaje. Los enanos de buen corazón no soportaban ver tanta miseria, así que le ofrecieron algo de comida de sus propias provisiones, pero Ana se negó amablemente diciendo que no sería justo, ya que no tenía nada que dar a cambio.
Sin embargo, los enanos insistieron en que compartir era un acto de bondad que no necesitaba ningún pago a cambio. Con lágrimas en los ojos, Anna aceptó su oferta con gratitud y les agradeció su amabilidad a pesar de no saber nada sobre quién era o de dónde venía.
Conmovidos por lo que habían presenciado, cada uno de los enanos dio un último bocado a su almuerzo antes de dárselo todo a Ana, ¡dejando sólo migajas en el plato cuando terminaron! A partir de entonces, cada vez que aquellos tres enanitos salían juntos al mundo, siempre recordaban ese momento: ¡la bondad prevaleció contra todo pronóstico!

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