Érase una vez un apuesto príncipe llamado Percinet. Era hijo de un rey y una reina ricos que gobernaban su reino con sabiduría y justicia. El príncipe Percinet vivió muchas aventuras en su vida, pero ninguna más emocionante que cuando conoció a la princesa Graciosa.
La princesa Graciosa era hija de otro rey que gobernaba un reino contiguo. Era más hermosa que las palabras y su risa llenaba el aire de alegría cada vez que sonreía o cantaba. Cuando el príncipe Percinet la vio por primera vez, supo que no sería una aventura cualquiera; su corazón dio un salto al ver su belleza y su gracia.
Un día, mientras cabalgaba por la campiña cercana a ambos reinos, el príncipe Percinet se topó con la princesa Graciosa recogiendo flores sola en un prado alejado de su casa. Inmediatamente quedó prendado de su belleza y encanto, hasta el punto de que desmontó su caballo para hablar con ella sin siquiera pensarlo. Los dos hablaron durante horas de todo tipo de cosas -desde libros que leían hasta historias que escuchaban-, ¡hasta que el anochecer les llegó demasiado pronto para el gusto de ambos!
Antes de separarse esa noche, el príncipe Percinet le preguntó si podía volver a ver pronto a la princesa Graciosa, y ella aceptó de buen grado, ¡siempre que fuera un secreto entre ellos dos! Así que, después de aquella fatídica noche, cada pocos días se reunían en secreto, al amparo de la oscuridad, en lugares que sólo ellos conocían; ¡hablando sin parar hasta que el amanecer volvía a iluminar su entorno! Pronto sus conversaciones se orientaron hacia el amor, ya que cada uno de ellos se sintió profundamente enamorado de la compañía del otro… y en poco tiempo ninguno de los dos pudo negar sus sentimientos: ¡Estaban locamente enamorados!
Sin embargo, como ambos reyes no estaban de acuerdo en política ni deseaban ningún tipo de alianza entre familias a través del matrimonio, debido a las rencillas del pasado, la noticia de lo ocurrido entre la joven Grace se extendió rápidamente por la corte.
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