Había una vez un león que vivía en la selva y era muy grande y fuerte. Iba de un lado a otro buscando comida, pero un día pisó accidentalmente a un ratoncito que había estado durmiendo bajo unas hojas. El ratón se asustó tanto del león que empezó a temblar y a chillar muy fuerte.
El león sintió pena por el ratoncito, así que decidió no hacerle daño. En su lugar, le dijo: «Por favor, no tengas miedo, no te haré daño». El ratón dejó de temblar y le agradeció su amabilidad.
Entonces el ratón salió corriendo tan rápido como sus pequeñas patas le permitieron volver a casa, a su acogedor agujero en el tronco de un árbol cercano. A partir de entonces, cada vez que el león salía a cazar cerca del tronco del árbol donde vivía el ratón, se aseguraba de vigilarla para que no volviera a ser aplastada.
Un día, mientras paseaba por la selva, el león quedó atrapado en la red de un cazador. Justo cuando las cosas parecían no tener remedio, oyó unos pequeños chillidos procedentes de su espalda: ¡era la casa! Ella había visto lo que pasaba y corrió a ayudarle a liberarse de su trampa. Con sus afilados dientes mordió todos los nudos hasta que consiguieron quitarle la red.
El león estaba muy agradecido a la casa por haberle salvado la vida y juró no olvidar nunca su amabilidad y dijo: «¡Eres mi amiga para siempre!». Desde entonces, cada vez que se veían en el cubo, se saludaban o se sonreían como hacen los amigos, aunque uno de ellos fuera muy grande y el otro muy pequeño.
Al principio, su amistad parecía inusual, pero poco a poco más animales empezaron a aceptar su vínculo, porque en el fondo todos sabían que la verdadera amistad puede surgir de cualquier criatura de cualquier tamaño, si se tiene un corazón abierto, como hizo la casa aquel día, hace mucho tiempo, en la jungla, cuando decidió ayudar a salvar la vida de su amigo el león, en lugar de huir con miedo, como habría hecho cualquier otra persona.
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