Había una vez una niña que vivía en el corazón de África. Se llamaba Sarah y tenía grandes sueños para su pueblo y su futuro.
Sarah no podía ir a la escuela porque su familia no tenía suficiente dinero, pero pasaba todos los días ayudando a su madre en las tareas de la aldea. Una noche, mientras recogía leña, tropezó con algo pequeño y duro que yacía enterrado en la tierra: ¡era una pequeña semilla!
A la mañana siguiente, Sarah plantó la semilla en una pequeña parcela detrás de su casa. La regó todos los días durante semanas, hasta que un día empezó a crecer una planta de la tierra. La plantita crecía más y más cada día hasta que, finalmente, ¡floreció hasta convertirse en un manzano!
Pronto todos los habitantes de la aldea se enteraron del increíble árbol de Sara y vinieron a admirar su belleza. Proporcionaba sombra en los días calurosos y fruta a los niños hambrientos cuando la comida escaseaba. Todo gracias a una pequeña semilla que cambió la vida de Sara para siempre.
Pero la historia de Sarah no acabó ahí: inspirada por lo que había ocurrido con una sola semilla, empezó a enseñar a otros niños cómo podían aprovechar también las parcelas vacías plantando semillas de todo tipo: verduras, frutas o incluso flores si lo deseaban. Con cada temporada que pasaba se creaban más huertos en todo el pueblo, ya que la gente se daba cuenta de que nada es imposible si te lo propones.
El sueño de Sarah floreció con el tiempo, ya que más pueblos siguieron su ejemplo; pronto comunidades enteras vieron un cambio positivo gracias a estos sencillos pero poderosos actos de bondad provocados por una pequeña semilla que devolvió la esperanza a muchas vidas olvidadas durante mucho tiempo…
Deja una respuesta