Érase una vez, en un pequeño pueblo alejado del ajetreo de la vida en la ciudad, vivían dos hermanos. Ambos tenían mucha curiosidad por el mundo que les rodeaba y se hacían muchas preguntas cada día.
Un día, mientras miraban el gran y hermoso cielo que se extendía por su pueblo, se dieron cuenta de lo rápido que se ponía el sol. El hermano preguntó pensativo a su hermana: «Hermana, hermana, ¿a dónde va el sol por la noche?».
La niña reflexionó un rato antes de responder con su propia pregunta «¡No lo sé! ¿Adónde crees que va?»
El niño empezó entonces a dar todo tipo de ideas. Sugirió que tal vez se fuera a dormir, como hacemos nosotros cuando llega la noche; o que tal vez volara en lo alto del cielo para que nadie pudiera alcanzarla; o incluso que alguien se ocupara de ella en otro lugar de la Tierra. Cuando terminó de hablar, se dio cuenta de que había muchas posibilidades, pero ninguna parecía correcta.
Su hermana sonrió suavemente antes de proponer su propia idea: dijo que tal vez nadie sabía exactamente adónde iba el sol por la noche porque su viaje era único para sí mismo y no era algo que nadie pudiera explicar fácilmente o comprender por completo. Le recordó que, al igual que nosotros, los humanos, tenemos diferentes caminos en la vida, que a veces también pueden ser misteriosos.
Su conversación terminó aquí, ya que habían llegado a un entendimiento: aunque algunas cosas puedan ser desconocidas para nosotros, esto no significa que nuestras vidas carezcan de maravilla o belleza si elegimos ver las cosas de forma diferente a la tradicionalmente aceptada por las normas de la sociedad. También les hizo darse cuenta de lo maravillosa que puede ser la vida cuando se fomenta el pensamiento independiente entre los niños desde una edad temprana, pues sólo así se puede adquirir el verdadero conocimiento.
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